Al DOLOR LO LLAMAN AMOR
Ana
Gallego- Reportaje
Antonia y Ana Gallego en la Asociación "Ana Bella". |
Las causas de la
violencia de género pueden ser muchas, probablemente no haya una única
explicación, la combinación de factores hace de cada un universo complejo; lo
único que puede decirse con seguridad es que aún hay hombres que al daño y al
dolor, lo llaman amor. Como nos cuenta Antonia, mejicana de Aguas Calientes,
divorciada y con dos hijos, nacidos de dos relaciones distintas -la segunda de
ellas fue un infierno de abusos- , el final de una relación basada en la
posesión y el dominio machista es siempre el mismo: si la mujer no se pliega al
más pequeño de los deseos de su pareja, llega, “un momento en el que sabes que
algo va a pasar, lo presientes… Sabes que te puede pasar algo más grave...”
Antonia es una mujer
valiente (no estaría mal aquí una descripción física de Antonia, un pequeño
retrato que refleje su corazón), profesora en México, tuvo que marcharse de su
país, dejando atrás empleo, familia, amigos y media vida.
Hacía ya cuatro años
que Antonia se había divorciado de su pareja, con la que tuvo un hijo. Tras el
fracaso de la vida en común, se refugió en su trabajo, en sus amigos. La vida
social la mantuvo ocupada, permitiéndole reencontrarse consigo misma. Por aquel
entonces, conoció a José Luis, un cubano de sangre caliente, pero dulce y
amoroso. Antonia ya se había rehecho como mujer, la idea de volver a formar una
familia con un hombre que parecía adorable volvía a ilusionarla.
Al principio la vida en
pareja fue hermosa, sin embargo, no tardó mucho en llegar el tiempo en que José
Luis, de forma muy sutil, empezó a cercarla, a cortar vínculos con su entorno,
vínculos que no era necesario cortar. La vida de Antonia, que hasta entonces
había transcurrido “de puertas para afuera” comenzó a hacerse cada vez más de
“puertas para adentro”. El amoroso “hacerlo todo juntos”, con el que José Luis
intentaba en realidad apartarla de su entorno profesional, de sus amistades,
hasta de su familia, se convirtió en una pesada cadena que iba separando física
y emocionalmente a Antonia de sus afectos, de los proyectos de vida propios, aislándola
en una idea de hogar que anunciaba una mazmorra oscura. Poco a poco ese
“juntos” se convertía en “a la manera de Jose Luis”; ese “juntos”, que no era
de dos, la asfixiaba. Antonia, a pesar de todo, aún amaba a José Luis, no ponía
límites a su irracional deseo de posesión, intentando tranquilizar los
sentimientos de inseguridad del hombre que amaba. Pero él, a cada cesión, le
exigía más, más y más, cada vez el espacio de la vida de Antonia era más
estrecho. “Él era cubano -confiesa Antonia-, y tenía un temperamento muy
fuerte, era muy pasional pero yo lo achacaba a su carácter temperamental. Me
gritaba… Pero al principio yo pensaba que tenía una bonita relación porque él
no fumaba, no bebía... y yo pensaba: su único problema es que de vez en cuando
grita.” El sometimiento de Antonia fue un imparable proceso de degradación en
el que siempre se aguantaba el dolor con la esperanza de que las cosas
cambiaran. José Luis, no fumaba, no bebía, la amaba, se repetía una y otra vez;
lo único malo es que a veces le gritaba, algún defecto tenía que tener, no
cesaba de repetirse. Él es cubano, de temperamento fuerte, muy pasional, se
recordaba cada vez que un insulto le azotaba la cara. Antonia achacaba aquellos
accesos de ira a un mal pronto del carácter de José Luis y cedía y cedía ante
sus continuas exigencias, manteniendo la esperanza de que todo iba a cambiar un
día, de que era solo una mala racha, de que el amor que José Luis sentía por
ella le haría darse cuenta de que así la estaba destruyendo.
Al poco de vivir
juntos, Antonia quedó embarazada, la ilusión renacía, y, sin embargo, el
nacimiento de su hija no pudo borrar la rutina de abusos, pronto descubrió que
la paternidad n o iba a cambiar las cosas. Cuanto más sumisa Antonia, más
tirano José Luis, exigía más sometimiento, imponía más control, aumentaba la
dureza del maltrato y los golpes sucedieron a los gritos.
Una tarde, Antonia fue
con su hija a una reunión familiar. Las mujeres habían quedado para preparar tamales, unas empanadas de maíz cocido,
envueltas en hoja de mazorca, muy populares en la cocina mejicana. La reunión
se demoró, Antonia y la niña llegaron de regreso a casa algo más tarde de la
hora convenida. “Cuando entramos, mi hija y yo, en mi casa, él ya era un
monstruo”, confiesa Antonia. La niña, muy pequeña, se impresionó tanto que aún
hoy recuerda con dolor la escena de locura que siguió después.
La relación de los
comienzos, contrariada, pero donde Antonia creía percibir aún la esperanza del
amor, devino así en una serie sin fin de desprecios, humillaciones, insultos y
vejaciones de todo tipo. Antonia, huyendo del dolor y al desolación, se
construyó una vida interior aparte, llena de mentiras y de miedos, que al menos
aliviara de algún modo su permanente sometimiento a un hombre que creía amarla,
pero que con cada grito, con cada golpe, le iba regalando la pura destrucción
del amor. Ella parecía desfallecer de impotencia, pero tras cada maltrato
llegaba un arrepentimiento, una promesa de que todo iba a cambiar. Antonia,
sufría y, sin embargo, olvidaba, necesitaba quedarse con el abrazo de la
reconciliación después de los insultos y los golpes, deseando inútilmente que
aquella fuera la última vez. “A ninguna mujer le gusta ser maltratada, pero
cuando te piden perdón tienes algo de fe en que él va a cambiar, porque había
una parte de él que era buena… o por lo menos eso pensaba yo…”, recuerda
Antonia. Después del castigo, después de los buenos propósitos la convivencia
volvía a ser normal durante un par de semanas, pero la tensión se iba acumulando
poco a poco, lentamente, hasta que todo explotaba de nuevo.
Antonia llegó a estar
tan anulada, tan destruida, que seguía al lado de José Luis por razones que
ella misma no sabe cómo explicar. Por un lado, era cierto que no podía
abandonar la idea de que él iba a cambiar, aunque fuera más un deseo de milagro
que una conciencia de realidad; por otro, el miedo, el pánico habían llegado a
tal extremo que ya no la dejaban pensar con claridad, la paralizaban, la ataban
de pies y manos al hombre que la maltrataba … Además, Antonia, sometida, vivía
tan enajenada y avergonzada, tan robada la dignidad, que ni siquiera podía
aceptar la idea de que aquello no fuese otra cosa que una locura pasajera, que
las cosas se iban a arreglar, y se decía vez tras ves, que aquella, de verdad,
iba a ser la última.
Cuando Antonia lo
comentaba con sus parientes, una parte de la familia veía el problema, sin
embargo, como ella protegiendo en cierto modo a José Luis, remisa a cargarlo de
culpa, no lo contaba todo, no acababan de entender la gravedad de la situación;
la otra parte, más tradicional, más apegada al modelo patriarcal de matrimonio,
pensaba que él lo único que deseaba era tener un hogar como dios manda, que
Antonia era muy liberal… Pero Antonia, lo único que pretendía era, como
cualquier persona normal, poder salir alguna vez con sus amistades.
A veces las cosas
parecían mejorar. Durante un tiempo, José Luis llegó incluso a asistir
voluntariamente a terapia. No sirvió de nada, todo volvió a empezar y Antonia
aún se pregunta si se prestó a la terapia porque era consciente de lo que
estaba pasando o porque era la única vía que ella le dejaba para retenerla a su
lado.
Cinco años, cinco
largos años aguantó Antonia sufriendo y protegiendo a su hija, porque su hijo,
más mayor, fruto de su primer matrimonio, sentía tanto pánico que no quiso
vivir con su madre por no vivir con aquel hombre. Antonia recuerda cómo su hijo
le rogaba que lo abandonase, que escapara de allí, que temía por ella. Antonia,
entre el miedo y la resignación seguía aguantando, esperando que no llegara
nunca lo que en el fondo sabía inevitable en una relación basada en el dominio
y la sumisión, donde amar solo significa poseer. “Llega un momento en el que
sabes que algo va a pasar, lo presientes… Sabes que te puede pasar algo más
grave.”
Ese momento llegó en la
vida de Antonia una tarde, cuando después de una discusión, antes de salir para
ir al trabajo, José Luis le dijo, “por la noche vamos a hablar…” y Antonia vio
en sus ojos una mirada loca, de rabia, de coraje… una mirada de muerte. Todo lo
que pudo sentir fue pánico. “Cuando él regrese yo no sé lo que va a pasar…”
Antonia se fue a impartir sus clases de la tarde, él también… Pero su mirada,
sus gritos, las amenazas hicieron que Antonia diera el paso, agarró a su niña y
escapó a un lugar de acogida de mujeres maltratadas al que allí en México se le
llama Refugio. Huyó lejos de su familia, sabiendo que no podía quedarse al
calor de los suyos, que José Luis iría allí a buscarla. Y la buscó, pasó
semanas buscándola, semanas amenazando a cuanto pariente le negaba saber el
paradero de Antonia; los abordaba blandiendo un machete mientras prometía que
cuando volviera acabaría con su vida, una vida que él consideraba suya, como su
coche, como su casa, suya en propiedad y para siempre.“Quizá si yo hubiera
puesto límites al principio, hubiera podido tener una relación normal”, se
lamenta hoy.
Antonia vivió unos
meses sola, acogida (¿por quiénes?) en otra ciudad, alejada de sus familiares,
de su trabajo de profesora (¿en un instituto o en un colegio?, ¿sabes el nombre
de la institución?) y al cabo de unos meses cuando se enteró de que “los
coyotes”, traficantes de hombres, lo habían pasado a Estados Unidos, volvió a
su Aguas Calientes, a su trabajo, a su familia. Seguía sintiendo miedo, ¿qué
tuvo que pasar Antonia que no podía dejar de temer a José Luis? Él aún podía
volver en cualquier momento y acabar con su vida. El miedo no la abandonaba.
Una serie de pérdidas familiares la impulsaron finalmente a dejar México y
venir a España a cursar estudios de doctorado, esperando poder, por fin,
empezar de nuevo.
Sin embargo, cuando
llega a España no le conceden la beca de estudios de postgrado. Tiene poco
dinero y necesita trabajar. A través de una amiga conoce a Ana Bella, una mujer
de 34 años que a los 18 años contrae matrimonio, movida por su ideal de amor
romántico, con un hombre de 42, que será el protagonista de sus pesadillas
durante los once años posteriores. Once años de maltrato psicológico y físico
que terminan en una llamada, desde el coche y de madrugada, al teléfono del
Instituto Andaluz de la Mujer. Con sus cuatro hijos se marcha del domicilio
conyugal para comenzar una nueva vida en una casa de acogida donde reside
durante 4 meses, para posteriormente instalarse en un piso tutelado.
Ana comienza a levantar
la voz en defensa de mujeres víctimas de violencia de género, siente la
necesidad de ayudar y de aportar su granito de arena y decide crear una
fundación para ayudar no solo a las mujeres víctimas de maltrato sino también a
madres separadas y con hijos que no cuentan con recursos. Es así como surgió laFundación Ana Bella una organización
sin ánimo de lucro formada por mujeres que han superado la violencia de género
en positivo y se dedican a hacer visible y prestar apoyo integral de forma
eficaz a mujeres en riesgo de exclusión: víctimas de violencia de género,
inmigrantes y madres en situación de pobreza. La misión de la Fundación Ana
Bella es construir una sociedad en igualdad libre de violencia hacia las
mujeres. Con sus Testimonios Positivos están creando redes naturales de mujeres
que ayudan a otras mujeres provocando un efecto multiplicador. Ayudan a las
mujeres que han sido maltratadas para que se transformen de víctimas en
supervivientes y se impliquen en la lucha contra la violencia de género como
agentes de cambio social hacia la igualdad.
Antonia y Ana Bella no
son un caso aislado, la violencia de género constituye la vulneración más
extendida de los derechos humanos en el mundo y su raíz ha quedado establecida
en la discriminación que sufren las mujeres respecto de los hombres, fruto de
las asimétricas relaciones de poder que históricamente han sometido a las
mujeres, relegándolas al desempeño de un rol inferior en la sociedad. En los
países occidentales algo ha empezado a cambiar, en el año 2004 España dio un
gran paso con la aprobación de la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de
Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género.
En Andalucía, en
concreto, los avances han sido muy significativos, la creciente influencia
sobre las distintas estructuras políticas y sociales de los colectivos de
mujeres está contribuyendo a la creación de una conciencia no solo
institucional, sino también ciudadana de rechazo de la violencia de género. En
el plano de la regulación normativa, el Parlamento andaluz ha aprobado dos
leyes de radical importancia en la lucha contra la discriminación de la mujer,
de una parte la Ley 12/2007, de 26 de noviembre para la promoción de la
Igualdad de Género en Andalucía; de otra, la Ley 13/2007, de 26 de noviembre,
de medidas de prevención y protección integral contra la violencia de género.
Dos actuaciones
legislativas que pretenden impulsar la integración de la mujer andaluza en la
sociedad en plena igualdad de derechos con los hombres, como actuación que
busca la superación del papel dependiente de las mujeres andaluzas, su
dignificación como género, y, al mismo tiempo, proteger a las mujeres de los
abusos de quienes las siguen considerando “inferiores”, mero objeto de la
propiedad de los hombres, mediante el castigo severo de los delitos de
violencia de género.
Fuente: Antonia y la Asociación Ana Bella.
Fotos: Ana Gallego.
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